En tus cabellos sobrevive aún la raíz
de los reyes que vieron la espada y abiertos morrales,
teas negras en las bocas de los amantes:
Bocas como cavernas de lo imposible:
Esas hebras de druídica belleza, hierba santa:
Yo, que en mis segundos de hombre te toqué,
y sobre esos filos negros desangré la verdad,
reclamo, parado sobre los tablones del patíbulo,
la carne de tu recuerdo:
He visto abrirse todo, cerrarse, llamarse y olerse,
mas corceles de la tempestad nos robaron la cara del día:
Y vuelvo, como un recuerdo que no sabe quién lo recuerda,
a olvidarte, durante la yerra humana de mi miseria:
Tus ojos que fueron cimbras en la bóveda del suicidio,
las manos ya orquídeas, roja la muerte la línea de invierno:
¿Cómo te has vuelto camino cuando eras pasos?
¿En qué momento las huellas?
Y los que arrojaron a tu cuerpo de fuego latencias,
de mendigos a dioses, al despertar de los fuegos draconianos
que en tu mente jugaban con su comida:
La labranza perdida en tu tierra de pechos y suspiros,
ellos te han recorrido, camino que no se encuentra,
manchada de vino y fusilando con tu belleza los banquetes:
Y ha sido el vapor de la madrugada
entre los dientes de tu amor que no duerme nunca:
Allá afuera, en el límite de mi conciencia,
estás sentada bajo un ficus triste, y tus ojos, sagrada bestia de mis palabras,
fulguran:
Yo regreso a la sombra del árbol, para encontrarte, sentada y aún hermosa:
para encontrarte, sombra.