29.2.16

De los talleres literarios (fragmento)

Escribí tantos poemas a tan corta edad que ya no recuerdo haber escrito poemas: Recuerdo haber abierto caminos a Praga con una cuchara, un túnel donde llegarle a la noche, pero me dijeron que eso ya se había escrito, que esos túneles ya estaban excavados, y que mi tarea no tenía sentido alguno. Y ni nombrar mi fútil intento por tocar con los pies descalzos la tierra baldía. O convertirme en aprendiz de mago o ángel, no, todo eso ya no tenía sentido: Era tan insulso como estar escribiendo esto ahora. Ellos, los elitistas, se erigieron como estatuas defensoras y orgullosas del influjo orgánico de la poesía: Sin escribir nada nuevo, enseñando lo viejo, se nombraron vanguardistas. Pero dijeron carecer de pretensiones. La ironía del asunto no pudo más que causarme una carcajada que me atragantó el sentido de la orientación. ¿Y eso? Demasiado. ¿Y eso? Demasiado poco. Nada era bueno, nada era malo, nada era nada. Los elitistas construyeron fábricas sobre los cimientos de su orgullo, sobre los osarios donde yacían poetas sin importancia. Se llamaron independientes usando los grilletes que viejas inquisiciones habían usado y los pusieron sobre sus felices esclavos. En una lucha sin sentido contra el movimiento creativo crearon un movimiento creativo. Pero era como la creación del barro: Agua y tierra lo crean, pero ellos dijeron ser el agua y la tierra. Y con los grilletes y los látigos filológicos de los que hacían gala con soberbia galantería hicieron barro y lo soplaron, y le dieron vida y un alma a seres sin propósito. Más bien, un propósito ajeno.
Bordelois dijo algo así como que lo hermoso y lo natural de la poesía nace del lenguaje, porque el lenguaje nunca se acaba. Que no hay que buscar o comprar sus elementos porque está allí, inacabable. Creo que se equivocaba: El lenguaje se acaba. Se acabó hace mucho tiempo. Y el ejemplo más claro de ello son los elitistas: Reciclan el lenguaje que les es conveniente llamándolo novedad: Dicen inventar el barro. Dicen tener un propósito. Ese mismo propósito es el que ellos dijeron que había muerto. Puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que los elitistas son unos falsificadores. Y usan a sus alumnos (esclavos felices) como papel carbón. Para perpetuarse a costa de los muertos. De los que ya hablaron. De los que mataron al lenguaje.
Yo los vi morir a todos. Vi sus huesos en tumbas abiertas. Y entendí que no habían valido nada. Como yo no valgo ahora. Como los elitistas no valen. Pero los elitistas han vendido la verdad a un precio razonable, y eso los hace asequibles para el hijo del mundo que, harto de el péndulo de la rutina, cree que debe escribir porque tiene algo para decir. Y se entrega. Porque, irónicamente, no sabe lo que tiene para decir (alguna patología psicológica confundida con innato talento literario que le oculta el hecho de que no tiene nada importante para expresar, como todos en este gran circo). Entonces le pide a los elitistas que le soplen una idea dentro de la cabeza, que le inflen la existencia con una voluntad lingüística. Y los elitistas lo saben de antemano, ya colocaron sus trampas en la densidad del bosque poético. En ellas caen todas las palabras. Y nacen poetas con grandes nombres pero sin lenguaje. Son ajenos a sí mismos. Y los elitistas relucen como bustos de bronce en medio de una plazoleta en pleno verano. Quise escribir tantas cosas, pero fueron aplastadas por la lógica del mercado elitista. Era ya un hereje o un pretencioso. Decidí, por ello, seguir escribiendo, porque formo parte de esta broma infinita, así reniegue de mí mismo y me arrogue el derecho de alzar el dedo contra quienes esclavizaron a la palabra. Seguiré en este circo donde nadie es el domador sino el león que no es consciente de su jaula. Los elitistas han comprado las entradas para verse a sí mismos. Sospecho, también, que yo soy un elitista sin saberlo (o sin querer aceptarlo), y que sólo me diferencia una cosa: Mi único esclavo soy yo.  

27.2.16

La jaula

En la hora febril de la creación, que llega a causa de dolores o ausencia de razón,
destino las horas al reloj que marca mi medianoche creativa. Al largar esa ira o esa desolación, lejos estoy de liberarme: Llega el cerco del mundo:

El lector es la jaula del poeta.

El dictador

Quizá me haya vuelto loco, entre tanta fibra y cromosoma errado,
quizá vaya a la inversa de la locura, que es el dilema exterior:
Habré nacido sin alma, dejado a la sangre,
me habrán puesto el alma mientras me amamantaban:
Mi madre era una ballena austral,
mi padre un caballo de guerra:
Ambos se escaparon cuando incendié la casa:
Ella se muere por petróleo,
él se muere por balazos:
Sabe nadie los caminos que tomarán:
Seguirán trayendo con sus espermas y sus óvulos
hijos destrozados al mundo,
sólo para olvidar que son miserables:
Pero estas son conjeturas mías, ahora solo,
sentado en el trono de cenizas que alguna vez fue mi hogar,
dictando el destino de todas las sombras
que bajo mis pies se extienden:
La única rebelde es la mía propia,
que se erige desafiante sobre un león de hierro,
y blandiendo una espada de fuego me mira:
¿Cuál es tu nombre, insurrecta sombra mía?

26.2.16

La escritura de una conciencia limitada pero infinita

La soledad empieza y termina en el otro.
Esto es lo que me enseñaron, y no pude aprender. Yo soy una sobra,
un pedazo del mundo que se quedó atrás,
comida del tiempo y recuerdo del tiempo:
Ella me esperaba todos los días
parada en el umbral de la puerta
con un arma en la mano:
Yo era el recuerdo de su esposo
encerrado en órganos sintéticos
y articulaciones de titanio:
Yo era el amante de su nostalgia:
Pero al acariciar mi rostro
ella no encontraba ningún rostro:
Y las lágrimas no tardaban en caer,
y los golpes no tardaban en golpear,
y mi nombre no tardaba en ser de él otra vez:
¿Qué importaba si yo la amaba?
No era yo para ella, era un recipiente
con el que llenar la soledad:
La de ambos, de ella y él,
pues la soledad del hombre estaba en mí, que era,
pero tan ajena como su cuerpo:
triste como la osamenta sin su dueño:
Y aunque mi conciencia la recordara,
recordara cada matiz de su aliento,
cada enzima y lisozima de su saliva,
cada célula y glándula de su piel,
cada proceso de su sistema límbico
y la sonrisa que le formaba:
Aunque, yo le debía una existencia:
Podía decir su nombre como cuando tenía labios,
podía tocarla como cuando tenía manos,
pero todo era apenas una parodia del que fui:
A pesar de mi conciencia viva,
mi cuerpo ya descompuesto no existía:
Y yo habitaba entonces en ella como dos hombres:
El que había muerto y el que estaba vivo:
El cuerpo y la conciencia:
Y ni ella ni yo sabíamos si yo era quien fui,
la polaridad de los sentimientos
sólo causaban un recuerdo:
Del otro, la otra sobra, mi cuerpo:
Y desde este cuerpo artificial la vi morir,
su cabeza despedazada por el mismo revolver
que ella había preparado para mi segunda muerte:
Y no pude llorarla, sólo enterrarla
junto a mi propia tumba,
confundido sobre quién se había ido y quién se había quedado:
Y sin muerte aprendí que había sido feliz alguna vez,
que había escrito versos para alguien que amé,
llenos de metáforas elaboradas, influencias históricas,
llenos de mí mismo, llenos de ella, llenos de tiempo:
Y ahora, sentado en el salón de la casa,
escribo, pues nada más queda de funcional en mí:
Torpemente, con el saber de alguien que ha muerto,
estas palabras que entiendo pero no siento,
escribo, ajeno a mí mismo, pleno de conciencia,
sin saber amar lo intangible:
Un resucitado a medias,
una sobra del mundo que sigue existiendo
como alguien que se recuerda a si mismo,
y seguirá recordándose con indiferencia
hasta el fin de los tiempos.

22.2.16

Poema para un hijo

Mi hijo ha muerto:
Lo enterramos ayer en el cementerio de Lanús:
Su cuerpo ahora duerme en el útero de la tierra,
e irá en reversa al parto del humano:
Será huesos sin carne, un recuerdo.
Su conciencia la guardé en un centro tecnológico,
dicen que pueden volver a activarla en un cuerpo sintético.
Días negros, mundo negro, tristeza blanca como un hospital.
Ciego.

Mi hijo ha muerto:
Me trajeron ayer un robot con su conciencia:
El robot habla y actúa como mi hijo,
tiene los recuerdos y las mañas de mi hijo,
sufre como sufría mi hijo y se alegra como se alegraba mi hijo:
Me pidió que le cocinara canelones de verdura,
y tuve que irme a llorar a mi cuarto.
Me espanté al notar mi reacción:
No quería que mi hijo me viera llorando,
pero, ¿Qué hijo?

Mi hijo:
Ayer paseamos por el rosedal de Palermo,
un centro de gravedad para turistas llenos de hollín:
El sonreía como sonríen los tigres
cuando saben con exactitud la cantidad de rayas que los cruzan:
Fuimos luego al museo,
donde se guardaba la memoria de antiguos dioses
alguna vez llamados humanos.
Creer en algo es existirlo.
Mi hijo se convulsionó por una muchachita morena
de mojados ojos verdes.
Le dije que vivíamos en una época de epidemia,
epidemia de amor patológico.
No me entendió y fue a regalarle una flor.
La muchacha se asustó y llamó a los padres.
Mi hijo sufrió el abismo de la desolación.

Mi hijo:
Hubo una falla en el cuerpo,
uno de los riñones artificiales del cuerpo sintético.
Me dijeron que podía reemplazarlo,
pero cuesta demasiado dinero:
Lo he gastado todo en mi hijo, vaya ironía.
Dejó de moverse a las 17:34 hs.
Al día siguiente armé el funeral en mi casa:
Vinieron todos mis familiares a darme las condolencias.
No pude evitar el vórtice de la tristeza,
y tuve que ir a un lugar solitario
a llorar la muerte de mi hijo,
pero, ¿Mi hijo no había muerto?

Poema inevitable para alguien vivo

Casi adormecido, con la espalda doblada
por el sol de un verano inflamado de inocencia,
bajé los ojos hacia el abismo de tus entrañas:
Me miré ajeno a mí en ti,
ajeno a la muerte y a los peces desbocados en la tierra seca:
Masa de polvo y estrellas sin cuerpo,
eco silente de la humanidad que se olvida en tu pelo:
Me miré en los perros deshuesados, sus ladridos ya rezos:
Mis manos, abiertas entre ofrendas de hierba inviolada,
se cerraron como callándose al saber de tu carne,
pues lejana está sobre terrenos donde brotan pájaros mudos,
páginas llenas de lenguas rosadas y húmedas:
Me miro, tus ojos ya arcanos,
abiertos en la magnitud soberana:
Suben y bajan como el respiro de dos fuegos,
ígneos testamentos de lo que humano se ha perdido:
Contemplados, venerados, llenos de agua hircana:
Brotan de tu cara como puertas hacia la sangre,
ruedan en la memoria absortos de fruta viva,
conjunción de sombras que retienen toda luz posible:
Los miro despierto, estallado y sembrado fuera de mí,
tan despierto que el mundo late en un grito cerrado:
Entre tus ojos y los míos ciegos, un tiempo se detiene,
para contemplar el reposo de tu hermosura lenta:

Quieta en el instante donde mortal soy ajeno a mí mismo,
viendo mis manos tejer tu piel viva,
viendo mis manos desatar torpemente el nudo de tu existencia,
donde el hilo de mi presencia respira,
yaces presente como el cielo caído,
yerta en el silencio de tu belleza entregada.  

13.2.16

Nacimiento

Hoy anuncio la muerte de la vieja poesía y el nacimiento de una nueva.

The time is out of joint! O cursèd spite,
That ever I was born to set it right!

3.2.16

Pitch dark

La caverna. Agua en las plantas de los pies. El suelo es un abismo de agua. 
Mi habitación. No veo más allá de mí mismo. No veo nada. 
Pero se oye. Un llanto. Mi hermano de pequeño. Llora ahogado. 
¿Se había lastimado la rodilla? Yo lo ayudé. Pero ahora no lo encuentro. Encuentro sólo el llanto. Algo alumbra con luz roja. Apenas. Algunos segundos. Algunos rincones. El cadáver de mi padre. Luz. Apenas. Roja. 
Los ojos de mi padre muerto. Abiertos. Salidos de la cavidad orbitaria. Rodando por el suelo. Eternidad donde estaban sus ojos. Luz. Roja. Su cuerpo sucio. De un año sin bañarse. Hiede. Su cuerpo fláccido y muerto. Una botella lo atraviesa como una lanza. Pero el llanto. Ahora es goteo. Mi vecino. Enfermo mental. Desde su casa me llega su grito. Qué quiere. Me molesta. Quisiera matarlo. Pero la oscuridad y el agua y mi habitación. Sin salida. Tormenta afuera. Al mundo se le sale la carne de los huesos. Llueve sangre. Una tormenta de espadas. Pero no puedo verlo. Luz. Roja. Maullido. El gato de la abuela. Pensé que había muerto. 
La luz hace hueco en sus costillas. Está famélico. Pero come. Tranquilo. No le teme al agua. Ya no hay miedo al agua. Se come a mi perro. Lo mataron. El perro hizo nada. Fue perro y lo mataron y el gato se lo come ahora. El gato se asusta de mí. Sin razón. Me conoce. Pero se asusta. Se aleja arrastrando con la boca un buen montón de vísceras. Tropiezo. Un cuerpo. Todavía está tibio. No quiero saber de quién es. Camino. El llanto. Dónde. O cuándo. Alguien grita. Alegre. Alegría en la nada. Luz. Roja. Mi madre sonríe sin moverse. Sentada en el suelo. Meciéndose. Sonríe. Le faltan todos los dientes. Está hinchada como un sapo. Es un sapo. Me mira. Oscuridad. Nada. Luz. Roja. Paso. La mirada me sigue hasta que desaparezco. Voy hacia el llanto. Afuera al mundo se le abre la carne como una flor. Los aún vivos se refugian o se matan. El sol enloquecido sube y baja. Tiene el cadáver de la luna entre los dientes. Pero no puedo saberlo. 
El llanto. Oscuro. Agua en las plantas de mis pies. El agua del juicio. Me tiembla el cuerpo. Mis huesos son como de arena. Luz. Roja. Mi hermano y yo jugamos. No sé a qué. Somos libres de nuevo. Una pelota improvisada cae a nuestros pies. Es mi cabeza. Yo nos observo. La patean felices. Ríen cada vez que las gotitas de sangre salpican la cara. Somos felices otra vez. Pero el llanto. Sigo. Sin cabeza. El llanto. No lo oigo. No hay nada. Doy tumbos por la oscuridad infinita. Hasta que una mano cálida se enreda en mi mano. Me llama. Sin cabeza. Oscuro. La mano me lleva. No sé si es quien lloraba. No sé si me lleva a donde se prende la luz o a donde se apaga.