Un solitario, pequeño, suicida. Frente a la majestuosa
miseria de una vida entera se detiene para respirar impreciso. Dios está en el
suelo, llorando. O es otra historia. No recuerdo su rostro.
Bajo mis pies algo grita. Lo oigo entre las uñas.
Nací enfermo. Crecí. Morí. Resucité a los pocos días,
bajo la pristina tristeza de la lluvia. Ella abrió mis ojos abriendo los suyos.
O cerrándolos. Recordar siempre fue un problema. La miraba, era diosa. Latiendo
sobre un tigre mayúsculo se devoraba los pecados con los dedos desnudos.
Yo fui salvado. Por nadie. Fui puesto en una
transición, en el medio de las vidas de todos. Yo era el puente entre sus vidas
y la felicidad. El puente que luego miraban por encima del hombro, sólo para
asegurarse de que no se habían dejado nada en mí. Mi orgullo me hizo creer que
había sido algo más importante, no la transición, sino la trascendencia. Me
equivocaba como la luz de un día se equivoca creyéndose única. O como el sol
imbécil que se despierta siempre para entender que es el mismo él hasta el fin
de los tiempos.
El telgopor ardiendo sobre mi espalda, luego de salvar
a mi padre de ser prendido fuego por mi madre. O era el perro que mataron
mientras yo me hacía el dormido. O la tierra que se desprendía de sí misma,
para desconocerse.
Y cuando el fin de mis días llegó, por mis propias
manos, sangre, un cuchillo sucio, ella me despertó de un sueño que no quería
perder, y resucitado me condenó con todo su amor, con todo el amor de la
tierra, a ver el fin del mundo conmigo acabado.