-Ah, hola, existes.
-
-No, sólo te confundí con un triste cadáver
que merodeaba por el barrio a veces
pidiendo un segundo de amor.
-
-¿Qué sucedió con él?
Se fue, a las viejas tierras del Norte,
donde nadie pudiera escucharle llorar.
-
-No, no recuerdo su nombre.
Nadie en el pueblo lo recuerda.
-
-Pasa, claro. ¿Té? ¿Café? ¿Cerveza?
-
-Ha, supongo que no eres muy sediento.
-
-Sí, es verdad, la sed a veces puede calmarse con otras cosas.
-
-No sé, ¿con qué?
-
-Suena un poco absurdo, pero supongo que podría.
¿De dónde dices que vienes?
-
-El Norte está muy lejos.
¿Por qué descendiste?
¿Por una palabra?
¿Un abrazo?
¿Una mirada?
¿Dios?
-
-No conocemos a nadie con ese nombre por aquí.
-
-¿Ya te vas? Pero si...
-
-Bien. Sí, el siguiente pueblo está por allí, subiendo esa colina.
-
-No, no es problema.
Gracias a ti, hace tiempo que no hablaba con nadie.
Suerte ahí afuera. Puedes regresar si quieres.
-
-Que estés a salvo.
-Ah, hola. Existes.
16.12.18
2.12.18
Vínculo
La mujer le da el pecho a la niña. La niña gruñe como un anciano. A veces se ahoga con la leche y debe volver a empezar el ritual. La mujer la observa mientras mama. El hombre no sabe qué piensa la mujer. No sabe si la niña piensa, o cómo piensa, si lo hace. Sólo puede descifrar que en esas dos miradas encontrándose está el secreto de cómo se creó el universo.
Un asteroide pasa cerca de la tierra. Un león levanta el polvo de la sabana al caminar. Una hilera de hormigas se extiende por el cielo.
El hombre se sienta en una silla oxidada, antiguo trono de muertos reyes. Su caja torácica se dobla, se aprieta, se hincha y se relaja. La mano en el mentón, la cabeza reposada como un tigre sobre la belleza, fija sus ojos en los cuerpos entrecruzados, confundidos, de la madre y la hija. Los hombros le duelen, y la espalda, y los ojos, ardientes como brasas. Pero no rinde tributo al cansancio. O lo intenta. Quizá el cansancio sea parte del amor. No puede saberlo.
La mujer separa gentilmente a la niña del pecho. La abraza, la apoya contra su pecho, golpeando suavemente entre sus omóplatos. La niña parece derretirse en el abrazo de la madre, los ojos cerrados, el cuerpo laxo. Eructa como un borracho. La madre sonríe. Otra vez con gentileza, transporta a la niña en brazos hasta la cama. La acuesta, le da un beso en la frente, se coloca el corpiño y se acomoda la remera. Luego se acuesta junto a la niña. Cierra los ojos, soñando el sueño.
El hombre observa los ojos cerrados, la respiración acompasada de ambas. Sonríe. Se rasca la cabeza, inseguro de su lugar en ese mundo. Se acerca, temblando, a la mujer, y la besa. Balbucea algo, se aleja.
Vuelve al trono roto, olvidado. Deja caer los brazos, deja caer el tiempo. Se vuelve lentamente una estatua, un monolito ritual, un guardián silencioso. Como una sombra se extiende sobre el pedazo de cama que ha quedado vacío, y allí desaparece.
La mujer despierta, lejos, en una nueva tierra. Una lágrima se pierde entre los cabellos de Ninhursag. Sumeria late de hambre.
Un asteroide pasa cerca de la tierra. Un león levanta el polvo de la sabana al caminar. Una hilera de hormigas se extiende por el cielo.
El hombre se sienta en una silla oxidada, antiguo trono de muertos reyes. Su caja torácica se dobla, se aprieta, se hincha y se relaja. La mano en el mentón, la cabeza reposada como un tigre sobre la belleza, fija sus ojos en los cuerpos entrecruzados, confundidos, de la madre y la hija. Los hombros le duelen, y la espalda, y los ojos, ardientes como brasas. Pero no rinde tributo al cansancio. O lo intenta. Quizá el cansancio sea parte del amor. No puede saberlo.
La mujer separa gentilmente a la niña del pecho. La abraza, la apoya contra su pecho, golpeando suavemente entre sus omóplatos. La niña parece derretirse en el abrazo de la madre, los ojos cerrados, el cuerpo laxo. Eructa como un borracho. La madre sonríe. Otra vez con gentileza, transporta a la niña en brazos hasta la cama. La acuesta, le da un beso en la frente, se coloca el corpiño y se acomoda la remera. Luego se acuesta junto a la niña. Cierra los ojos, soñando el sueño.
El hombre observa los ojos cerrados, la respiración acompasada de ambas. Sonríe. Se rasca la cabeza, inseguro de su lugar en ese mundo. Se acerca, temblando, a la mujer, y la besa. Balbucea algo, se aleja.
Vuelve al trono roto, olvidado. Deja caer los brazos, deja caer el tiempo. Se vuelve lentamente una estatua, un monolito ritual, un guardián silencioso. Como una sombra se extiende sobre el pedazo de cama que ha quedado vacío, y allí desaparece.
La mujer despierta, lejos, en una nueva tierra. Una lágrima se pierde entre los cabellos de Ninhursag. Sumeria late de hambre.
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