6.9.14
7 de septiembre
Cada paso es un paso más hacia la muerte. Y esto es irreconciliable con la algarabía insensata de cumplir años. ¿Acaso nos alegramos de estar cada vez más cerca de desvanecernos? ¿O de saber que hemos evitado el final una vez más? ¿Es eso lo que nos recuerda cumplir años? Cumplimos días también, horas, minutos, segundos: Cumplimos una secuencia. Y esa secuencia es única e irrepetible, pero no necesaria. Al mundo le da lo mismo si estamos o no. A la gente que conocemos también. A los que amamos también. Simplemente estamos vinculados por el accidente del nacimiento. Si no hubiésemos nacido, estas personas que amamos y parecen imprescindibles, y para las cuales parecemos imprescindibles, hubieran hecho la misma vida. No somos especiales. Festejar la propia vida es el ejercicio más egocéntrico y petulante que cometemos. Ese día. Somos el día y las horas de ese día. Somos la rebeldía del clima. Somos las sonrisas y las palmadas en la espalda. Somos el amor y su sombra. Somos toda una familia. Somos todo. Y bajo ese engaño nos festejamos. Esa premisa de que ese día, por haber sido un accidente de la naturaleza humana, somos algo. Algo que significa, que soslaya, que late. La experiencia de cumplir años. Cumplir. Como una regla. Estamos cumpliendo un precepto. He cumplido con este año. Como esclavos que se enorgullecen por su tarea realizada. ¿Quisiera la muerte? Soy demasiado cobarde para responder eso. Para enfrentarla. Alguien que escribe es alguien que no tiene el valor de vivir sus ideales. Y aquí me abstraigo, porque faltan pocas horas para ser todo un año más. Doy un paso más hacia ella. Y tengo miedo. El estómago me duele. La espalda, los huesos duelen. Duele estar tan vivo que uno puede saberlo. Por eso, vivir es como caminar en el fuego y ser el fuego. No queda otra opción que seguir ardiendo hasta apagarse.