14.1.16

La teoría del espejo IX

¿Qué voy a dejar de mí si no puedo cambiar la palabra?

Nada. Pura expresión sentimental, simbolismos, lindas líneas inversas a la lógica,
que sólo por ello tienen un atractivo. ¿Acaso la poesía no atrae por ello? ¿Por desafiar la lógica del vocabulario común? Pero bajo los términos del vocabulario, por supuesto. No existe la poesía fuera de las palabras. Poesía no eres tú, ni yo,
ni los anti poemas, ni los lamentos de Safo, ni el abril más cruel, ni la comedia divina, ni el cielo azul, ni la expansión infinita del mar.
Poesía es desafiar al lector. Es hacerle creer que se le está diciendo algo importante, algo trascendental, y que él es lo suficientemente inteligente o sensible como para entenderlo. Y es todo el proceso inverso. Poesía es el lector desafiando al autor.
Los poetas por lo general son demasiado cobardes como para expresar lo que piensan totalmente. Les cuesta decir las cosas de manera cruda. De manera frontal. No son seres ultra sensibles al mundo exterior que encierran la belleza de su pensamiento tras sus metáforas. Son mentirosos, cobardes, aduladores, falsos profetas, egocéntricos, por regla general. Crean un laberinto cuyo centro es ellos mismos. Se rodean de este laberinto y retan al lector a encontrarlo. Este juego cínico, escondido bajo el rótulo de arte, es un acto deliberado por el autor. No hay poesía que esconda, sin el autor saberlo, toda verdad sobre su persona, y, a su vez, toda la mentira (la leyenda, el mito) sobre su persona. Si hay algo que el poeta no sabe de sí mismo lo eludirá en los siguientes tres versos con una alegoría, o lo que se le ocurra bajo la pulsión de turno.
¿Pero es el lector más honesto? No: Como he afirmado anteriormente, la poesía es también el proceso inverso al que lleva a cabo el poeta. El proceso que lleva hacia él, o hacia la ilusión que el lector se hace de él. Un lector es alguien demasiado cobarde como para insinuar siquiera lo que piensa del todo. Y busca entonces el laberinto donde existe la falsa promesa de una respuesta. Y el lector se apropia del laberinto, y se convierte en su centro, y se apropia de la entelequia que sabe es falsa, la que le propone la ilusión: La idea que tiene sobre sí mismo la deja sobre los hombros del poeta. El laberinto acaba siendo el velo tras el cual el lector observa el mundo, y tras el cual puede excusarse de sentir lo que siente, incluso falsificarlo.
Algo en este juego de mentiras y espejos tiene valor. Esta simbiosis entre lector y autor acaba creando una idea (una quimera) mucho más grande que ellos dos, y de repente ambos se encuentran en un laberinto de espejos, sin saber quién es cuál, o a quién pertenecía qué sentimiento, y gracias a esto el mundo entero puede excusarse del peso de la realidad y, lo que es más importante, constantemente reinventarse.

A mi pregunta inicial me contesto con otra pregunta: ¿Qué dejaremos de nosotros si no podemos diferenciarnos en los espejos que forman las palabras?
Nada.
Nada.
Sólo palabras.