25.5.15

¿Quién carajo se creen que somos?

Una caravana en un país de polvo. Un país de polvo en una caravana: Llevan a un niño enfermo, al último niño de la aldea. Va a morir, todos lo saben. Han pasado por todos los médicos y curanderos y brujas desperdigados en el camino: Todos dijeron: Es un niño muerto. Pero la madre se resiente. Y como es una mujer bien respetada en la aldea, convence a la gente para que la ayude a llevar al niño ante el único que puede salvarlo:
Dios.
Pero... ¿Qué dios?
El tuyo, el mío, el de todos, cualquiera.
Cómo sabe que es dios, entonces.
Ahí está el camino de vuelta, señor. Si va a quejarse y no ayudar, ahí está.
Los dientes muerden minúsculo polvo. La piel es como manteca, el sol implacable se aprieta contra el pecho desnudo del cielo. El sol como un padre furioso aplastando la tierra. Todos caminan mecánicamente: Detenerse a estas alturas sería morir. Cardos, arañas colosales y reptiles mitológicos cruzan el camino. También la muerte acompaña el carro donde reposa el futuro muerto. Mira a veces de costado el rostro pálido y empapado del niño. Sus ojeras. A veces la muerte se arrepiente de ser ella.
¿Podrías dejarlo con nosotros?, pregunta la madre sin mirar a la muerte, con una determinación férrea, aplastando la arena bajo sus pisadas.
Podría, contesta la muerte. Pero el muchacho estaría en este estado por siempre. Si no tienen una cura es inútil. ¿Acaso quieres que tu hijo...?
Bah, bufa la madre mientras se seca la frente. Sabía que pedirte algo era inútil.
Siempre lo es, sonrió la muerte. Luego sacó un trozo de papel con el cual abanicarse.
¿Dios nos ayudará?, pregunta la madre, esta vez bajando un poco la cabeza ante un hilo de luz que casi la deja ciega.
Probablemente, contestó la muerte. Quiero decir, no hay razón por la cual no haría nada.
¿Cómo sabes que es dios?
¿Cómo sabes que soy la muerte?
Ambas callaron. Un remolino rojo se levantó en medio de la caravana, haciendo que todos se taparan el rostro. El carro traqueteaba. Los caballos tiraban. El pelaje de los caballos como césped negro. Más allá las dunas, ciegas, duras. Las dunas calladas. El camino serpenteaba sin quererlo, sólo lo hacía. Porque era camino y no voluntad. Y en él millones de años reposaban.
Momento, dijo uno de los que iba delante.
No podemos parar, dijo otro.
No podemos dejar de caminar, no ahora, dijo otro.
Pero... Balbuceó el que iba delante de todos. Hay alguien enterrado aquí.
No podemos detenernos, dijeron cuatro o diez más.
Del suelo salían unos dedos morados, abiertos en algunos lugares donde las hormigas león empezaban a trabajar. ¿De quién serían esos dedos? ¿Habrá sido alguien feliz? ¿Alguien miserable? ¿Lo habré conocido? ¿Por qué sólo puedo ver sus dedos? Muchas preguntas atormentaron al que iba delante, que por preguntar se detuvo unos instantes y acabó al final de la caravana. ¿Habrá sido alguien?
Un cactus saguaro se elevaba al costado del camino. El camino que no era voluntad. Todos estaban sedientos, a pesar de que había aún algo de agua en una tinaja que había pertenecido a Diógenes. Algunos mascaban resina o piedras. Pero la visión del cactus y la idea del faro. ¿Qué faro se compara con el grande de nuestras costas? Y nuestras costas están lejos. Así pensó uno de los hombres y casi se ahoga con la piedra negra esférica que mascaba. Tuvo que correr por un trago de agua.
Mujer, esta gente va a morir por un niño que está muerto, dijo la muerte.
No está muerto y esta gente no va a morir, dijo la mujer con la voz quebrada por el polvo en las cuerdas vocales.
De quien la muerte está segura es un muerto.
Dices tú.
Quién más.
Ahí está el camino de vuelta, gritó la mujer mientras alargaba un brazo hacia ninguna parte. ¡El niño vivirá te guste o no!
El rugido último hizo que el desierto se sintiera incómodo, por lo que el sol bajó un poco y el día dio paso a la tarde. Las sombras empezaban a coagularse y a parecerse a la sangre. Los rostros tenían unos quince años más de lo que tenían al salir de la aldea. Los huesos de animales muertos brillaban al costado del camino sin voluntad con fuerza carmesí.
Divisaron una casucha. Era la casa de...
Todos se detuvieron a la entrada. Algunos se arrojaron al suelo para abrazar la negra arena. Otros quedaron expectantes. La mujer llamó a la puerta gentilmente, pero aludiendo urgencia. Un viento vacío se levantó de pronto y ahogó algunos sonidos. Golpear otra vez. La puerta se abrió. Un hombre desnudo salió a atenderlos. Nada más para describir que resaltara, y ni siquiera el estado de desnudez era algo para resaltar, pero ahí está.
Qué, dijo con una voz firme y ronca.
Mi hijo, dijo la mujer.
Qué pasa con su hijo.
Va a morir.
Eso no es una novedad.
No la juegue de divertido, compórtese como quien es.
¿Y quién soy?
¿Vamos a jugar a esto mientras mi hijo se muere?
Por lo que veo aquí, todos se están muriendo. Mujer sin modales, por favor, salga de mi propiedad. Acabo de despertarme de mi siesta y estoy de mal humor.
La mujer se abalanzó sobre el hombre. Este le dio vuelta la cara de un puñetazo, entró a la casa y volvió a salir con un rifle. Disparó al azar y mató a uno de los hombres que se había dormido. La madre, horrorizada, gritó.
¡¿Qué hace?!
Si no se van vuelvo a disparar. Tengo balas para matarlos a todos.
La caravana se disolvió, y de repente sólo quedaban la madre, el carro con el hijo y la muerte sentada junto a éste. La madre en el suelo se inclinó y lloró, y la arena se le pegó al rostro, y cuando lo levantó era una mujer de arena.
Por favor, suplicó. Por favor.
La fría boca del rifle se apoyó en su frente. Una marea negra le colmó las arterias y el mundo se hizo menos material. No supo cómo, pero logró desviar el rumbo del rifle, y abalanzarse sobre el hombre. Lucharon en la arena unos segundos. La mujer mordió la mejilla del hombre hasta que la arrancó. La arena estaba incómoda con tanta sangre. El hombre soltó el rifle y largó un penoso alarido de dolor. Cuando pudo centrarse un poco más, la madre le apuntaba con el rifle. Tenía los ojos del atardecer muerto.
Ahora, a salvar a mi hijo, dijo la madre con un gesto incomprensible.
Y yo que pensé que en este desierto tendría algo de paz. ¿Por quién me has confundido, mujer?, dijo el hombre mientras trataba de detener la hemorragia de su rostro.
No más juegos. Mi hijo.
No sé a qué te refieres con juegos. Yo sólo puedo hablar la verdad, pero me has confundido. Yo... Bah, al carajo tú y tu hijo. Como dije antes, todos están muriendo. Retrasa lo inevitable, me da lo mismo. Dispara, carajo.
El disparo retumbó en el estómago de la bóveda celestial, que en respuesta se ennegreció y luego brilló con unos relámpagos cruzando su rostro.
La mujer respira con dificultad, por unos momentos cree que va a asfixiarse. El rifle yace en el suelo rojo, junto con el cuerpo de ese hombre. Lo inevitable. Dios. Muerte. Vida. Otra vez la marea negra. Si dios hubiese enfurecido el rostro de esa mujer hubiese sido su insignia. Tomó el rifle nuevamente entre sus manos y se dirigió al carro. La muerte la miró sorprendida.
¿En serio?, preguntó. Imbécil, todos ustedes: Haz lo que quieras, todos serán puestos en su lugar, pues el tiempo todo lo devora.
Dioses, reyes, dijo la mujer, seres superiores, siempre superiores, todos en su trono mirándonos con desprecio. Nosotros nos arrastramos por la tierra para su diversión. Bueno, tengo algo que decirles: ¡¿Quién carajo se creen que somos?!
El rugido seguido por el disparo. El cuerpo de la muerte rodando por las negras dunas. Una madre y su hijo en un carro en medio de un desierto que no existe. La noche no tardó en llegar. Era fría, como acero invisible cortando por todas partes, como lobos mordiendo el hueso. La noche se cerró en un vórtice negro.
El niño murió a horas de lo acontecido. La madre usó el último cartucho que encontró para volarse la cabeza.

El desierto desapareció y se volvió página en blanco.