Escribí tantos poemas a tan corta edad que ya no recuerdo haber escrito poemas: Recuerdo haber abierto caminos a Praga con una cuchara, un túnel donde llegarle a la noche, pero me dijeron que eso ya se había escrito, que esos túneles ya estaban excavados, y que mi tarea no tenía sentido alguno. Y ni nombrar mi fútil intento por tocar con los pies descalzos la tierra baldía. O convertirme en aprendiz de mago o ángel, no, todo eso ya no tenía sentido: Era tan insulso como estar escribiendo esto ahora. Ellos, los elitistas, se erigieron como estatuas defensoras y orgullosas del influjo orgánico de la poesía: Sin escribir nada nuevo, enseñando lo viejo, se nombraron vanguardistas. Pero dijeron carecer de pretensiones. La ironía del asunto no pudo más que causarme una carcajada que me atragantó el sentido de la orientación. ¿Y eso? Demasiado. ¿Y eso? Demasiado poco. Nada era bueno, nada era malo, nada era nada. Los elitistas construyeron fábricas sobre los cimientos de su orgullo, sobre los osarios donde yacían poetas sin importancia. Se llamaron independientes usando los grilletes que viejas inquisiciones habían usado y los pusieron sobre sus felices esclavos. En una lucha sin sentido contra el movimiento creativo crearon un movimiento creativo. Pero era como la creación del barro: Agua y tierra lo crean, pero ellos dijeron ser el agua y la tierra. Y con los grilletes y los látigos filológicos de los que hacían gala con soberbia galantería hicieron barro y lo soplaron, y le dieron vida y un alma a seres sin propósito. Más bien, un propósito ajeno.
Bordelois dijo algo así como que lo hermoso y lo natural de la poesía nace del lenguaje, porque el lenguaje nunca se acaba. Que no hay que buscar o comprar sus elementos porque está allí, inacabable. Creo que se equivocaba: El lenguaje se acaba. Se acabó hace mucho tiempo. Y el ejemplo más claro de ello son los elitistas: Reciclan el lenguaje que les es conveniente llamándolo novedad: Dicen inventar el barro. Dicen tener un propósito. Ese mismo propósito es el que ellos dijeron que había muerto. Puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que los elitistas son unos falsificadores. Y usan a sus alumnos (esclavos felices) como papel carbón. Para perpetuarse a costa de los muertos. De los que ya hablaron. De los que mataron al lenguaje.
Yo los vi morir a todos. Vi sus huesos en tumbas abiertas. Y entendí que no habían valido nada. Como yo no valgo ahora. Como los elitistas no valen. Pero los elitistas han vendido la verdad a un precio razonable, y eso los hace asequibles para el hijo del mundo que, harto de el péndulo de la rutina, cree que debe escribir porque tiene algo para decir. Y se entrega. Porque, irónicamente, no sabe lo que tiene para decir (alguna patología psicológica confundida con innato talento literario que le oculta el hecho de que no tiene nada importante para expresar, como todos en este gran circo). Entonces le pide a los elitistas que le soplen una idea dentro de la cabeza, que le inflen la existencia con una voluntad lingüística. Y los elitistas lo saben de antemano, ya colocaron sus trampas en la densidad del bosque poético. En ellas caen todas las palabras. Y nacen poetas con grandes nombres pero sin lenguaje. Son ajenos a sí mismos. Y los elitistas relucen como bustos de bronce en medio de una plazoleta en pleno verano. Quise escribir tantas cosas, pero fueron aplastadas por la lógica del mercado elitista. Era ya un hereje o un pretencioso. Decidí, por ello, seguir escribiendo, porque formo parte de esta broma infinita, así reniegue de mí mismo y me arrogue el derecho de alzar el dedo contra quienes esclavizaron a la palabra. Seguiré en este circo donde nadie es el domador sino el león que no es consciente de su jaula. Los elitistas han comprado las entradas para verse a sí mismos. Sospecho, también, que yo soy un elitista sin saberlo (o sin querer aceptarlo), y que sólo me diferencia una cosa: Mi único esclavo soy yo.