22.2.16

Poema inevitable para alguien vivo

Casi adormecido, con la espalda doblada
por el sol de un verano inflamado de inocencia,
bajé los ojos hacia el abismo de tus entrañas:
Me miré ajeno a mí en ti,
ajeno a la muerte y a los peces desbocados en la tierra seca:
Masa de polvo y estrellas sin cuerpo,
eco silente de la humanidad que se olvida en tu pelo:
Me miré en los perros deshuesados, sus ladridos ya rezos:
Mis manos, abiertas entre ofrendas de hierba inviolada,
se cerraron como callándose al saber de tu carne,
pues lejana está sobre terrenos donde brotan pájaros mudos,
páginas llenas de lenguas rosadas y húmedas:
Me miro, tus ojos ya arcanos,
abiertos en la magnitud soberana:
Suben y bajan como el respiro de dos fuegos,
ígneos testamentos de lo que humano se ha perdido:
Contemplados, venerados, llenos de agua hircana:
Brotan de tu cara como puertas hacia la sangre,
ruedan en la memoria absortos de fruta viva,
conjunción de sombras que retienen toda luz posible:
Los miro despierto, estallado y sembrado fuera de mí,
tan despierto que el mundo late en un grito cerrado:
Entre tus ojos y los míos ciegos, un tiempo se detiene,
para contemplar el reposo de tu hermosura lenta:

Quieta en el instante donde mortal soy ajeno a mí mismo,
viendo mis manos tejer tu piel viva,
viendo mis manos desatar torpemente el nudo de tu existencia,
donde el hilo de mi presencia respira,
yaces presente como el cielo caído,
yerta en el silencio de tu belleza entregada.