Una noche alejado del motor y el grito,
silencioso, como un espejo dormido,
descendí a las cavernas de los hombres:
Ojos definitivos brillaban en la oscuridad,
ojos de hijos, de roca y tiempo y carbón,
razones lineales para morir sin gracia:
Confundido con la eternidad de la bruma
espacié las letras del invertido humano,
y contemplé a los dioses reinantes de pie
sobre las impertérritas entrañas de la realidad:
Ellos reinan cinco veces cinco
en la córnea, la carne, los tímpanos,
la lengua, las fosas nasales:
Aquí, en nuestros días sin milagros,
el corazón es ateo.
Sabedor de sentencias y afirmaciones,
me supe nonato, y crecí entonces como debía:
Fui césped acariciado por extraños hechos de brisa,
musgo gorro ignorado por el cielo,
fui luego bacterias, minerales, hierro:
crecí hasta ser algo de gas y fluidos,
me fui haciendo una carrera en la carne,
aprendí a estar en el rigor, luego ligor, luego alvor mortis:
Descubrí el latido repentino del corazón desesperado:
memoricé los rostros piadosos que contemplaban
el título de mi enfermedad ultimadora:
Aprendí a pararme otra vez y a no saber nada,
y pasó un tiempo, y finalmente acabó mi vida,
cuando llegué a ser el ser que ahora esto escribe.