Soy yo. Nada ha salido de mis manos que valga la pena estos días, pero tengo explicaciones, o excusas. Hace unos días, a altas horas de la madrugada, salí de mi casa a comprar cigarrillos. Al salir, al moverme, sentí una ligera presión en el esternón, y mientras caminaba mi fatalismo fue incrementando de manera despiadada. Mi obsesión por los problemas del corazón (que había empezado como una hipocondría, que había empezado como pánico) no tardó en dictarme la pronta muerte. Yo, que soy consciente de las trampas de mi cabeza, eludí como pude los pensamientos, y continué mi no vida. Una semana luego, sigo vivo, con la misma presión en el hueso, dolores de espalda terribles, insomnio, desorden alimenticio, presión también en la nuca, pesadillas que no puedo describir, pensamientos suicidas, malestar estomacal, abulia total, y podría seguir. Mi mente se ha ido comiendo a sí misma de manera que ahora el pánico se ha convertido en una prisión: No soy capaz de salir de mi casa debido al miedo de esforzarme y morir en la calle. Y hay mundo afuera, y hay vida. Pero acá, en esta jaula de obsesiones y locura, no hay nada: Hay dolor puro, puro como la materia irreconocible, hay lamento, asquerosa autocompasión, horror existencial, horror real e imaginario, arrepentimiento, recuerdos...
¿Sabe lo que es recordar, en la dureza de una cama vieja, sólo aquello que lo ha lastimado? Recuerdo a mi madre golpeando a mi padre en frente de toda la familia por considerarlo un borracho. Recuerdo a mi padre gritándome que no lo molestara al ir llorando hacia él con un dedo lastimado. Recuerdo a mi madre fuera de la casa sin querer entrar diciendo que si entraba la prenderíamos fuego. Recuerdo a mi madre tapando agujeros en el techo porque creía que nos espiaban. Recuerdo a mi madre diciendo que había gente colgada de los árboles esperándonos. Recuerdo a mi padre y a mi madre golpeándose mutuamente, mi hermano y yo saliendo despavoridos de la casa mientras todo el barrio nos miraba con una mezcla de lástima y esa curiosidad estúpida que reúne a los mediocres. Recuerdo a mi padre desmayado de tanto alcohol, desnudo, con un desconocido en mi casa, cocaína tirada en el suelo, luego de que con mi hermano y mi madre regresáramos de unas vacaciones pesadillescas. Recuerdo a mi madre contándome con detalles la forma en que mi padre, según ella, la había violado. Recuerdo a mi padre desmintiendo esto con la voz resbalosa y olor a bodega. Recuerdo a mi abuela moribunda, pequeña como un recién nacido, arrugada, llamándome por otro nombre y pidiéndome que la limpiara. Recuerdo la muerte de mi padre y recuerdo su estúpida resurrección. Recuerdo a mi madre arrojando alcohol sobre ella y mi padre para prenderse fuego junto a la casa. Recuerdo a mi padre queriendo golpear a mi hermano. Recuerdo a mi madre golpeando a mi hermano. Recuerdo mis borracheras tempranas, el abuso de drogas, la falta de conciencia, la violencia de la que era preso. Recuerdo a mi madre dándome Clonazepam por un dolor de muelas. Recuerdo no recordar mi primera vez, estando borracho y queriendo morir esa noche. Recuerdo los gusanos y las cucarachas en la casa donde deambulaba mi madre con su psicosis. Recuerdo el hambre, la acidez. Recuerdo las largas caminatas que mi hermano y yo debíamos hacer para ir a buscar la poca comida que mi padre nos daba, borracho, perdido, apenas reconociéndonos. Recuerdo el camino de regreso, con todas nuestras amistades compadeciéndose de nosotros. Recuerdo mi ira por esa compasión. Recuerdo el asco. Recuerdo el día en que mi madre, sin saber quién era, se fue sonriendo. Recuerdo al esposo de mi abuela recibiéndonos en su casa como se recibe a los perros callejeros. Recuerdo la muerte de este hombre. Recuerdo haber sido feliz con su muerte. Recuerdo el desprecio de mi familia hacia mí, gracias a mi introspección y mi rareza. Recuerdo la muerte de mi abuela y cómo la ignoré, a pesar de ser la única persona que cuidó de mí y de mi hermano. Recuerdo golpear a mi padre, preso de la ira, y romperle la dentadura. Recuerdo ingerir una cantidad exagerada de pastillas para morirme y no hacerlo por un olvido de mi padre. Recuerdo a los psiquiatras queriendo saber por qué elegí la muerte. Recuerdo el dolor que le causé a mi hermano. Recuerdo haber perdido todos los empleos que conseguí. Recuerdo haber perdido a todas las mujeres que me amaron. Recuerdo el sufrimiento de mi mejor amiga. Recuerdo cómo me enajenaron en un círculo de poetas por escribir mejor que ellos. Recuerdo sentirme un extranjero en el arte. Recuerdo recordar todos los dolores como un solo río fluyendo hacia una desembocadura en la integridad de mi locura.
Y acá estoy, a las cuatro de la madrugada, un once de noviembre, con veintinueve años en mi espalda y ninguna intención de escribir algo trascendente. Acá estoy, en una casa que se cae a pedazos, en un pueblo que está encerrado en un loop temporal, en un país que me es desconocido. Y creo que me cuesta respirar, hasta que me doy cuenta de que es solo un pensamiento. Pero no puedo sacarlo. Y creo que no saldré de esta habitación otra vez. Y escribo esta mediocre carta como un grito en el nervio de la noche. Le reclamo todo al mundo y a la vez le entrego todo. Repito que voy a morir. ¿Pero acaso no va a morir todo el mundo? ¿A cuento de qué esta preocupación?
Una gotera solitaria en alguna parte. Música que no recuerdo haber escuchado jamás. La brisa de una primavera censurada. Mi cuerpo perdido en la oscuridad del cuarto infinito, sólo real al dolerse, sólo real en estas sombras que tiñen la página. El miedo es dios.