Sentada en la mecedora de mimbre,
con el tapiz infinito del tiempo entre sus tersas manos,
la belleza torna hacia mí sus grandes ojos violáceos:
En ellos puedo advertir el agujero que una lágrima,
una lágrima sola,
abrió durante incontables soles muertos:
Alguna vez, hace muchos eones,
te vi entrar soberano,
la alta frente orgullosa,
con la cabeza de Morc en una mano
y el enamorado cuerpo de Brighid
doblado sobre tus hombros:
Tu espada brillaba más que la misma Orna
y tu semblante hubiera arrebatado a Deva
de la mismísima marea:
Mas ahora, oh, veo que a tus pasos
les sigue una sombra casi muerta,
tus ojos son tristes como los enfermos geranios,
la piel tuya se pliega de dolor:
Tus grises cabellos caen hacia y desde
la nostalgia:
Las labores que ahora realizas
te agotan tanto que tomaste como únicas amantes
a la noche y a la cama:
Temes al paso dado y al paso que tienes delante:
Tu honor, si es que aún lo conservas,
depende del humor estacional,
de las flores salvajes:
La mirada esa que ansiaba la locura del horizonte
mira ahora las manecillas de un reloj viejo,
esperando la sonrisa aprobatoria del tiempo
para abrazar por fin a la muerte:
¿Por qué esta visión tuya me atormenta ahora,
antiguo amado, soberano?
¿Por qué depositas a mis pies tus lágrimas
y no la brillante espada que temblaba de sangre?
¿Por qué debo consolarte en mi regazo
y acariciar tu rala cabellera
y oler tu profundo aliento amargo
en lugar de admirar la gloria de tus manos?
¿Por qué del silencio has hecho tu ofrenda
cuando antaño tu risa era mejor canción que el Gentraiges,
y más armoniosa que la propia Uaithne?
¿Qué te ha expulsado de tu propia historia,
señor de las tormentas y la ciencia?
Esta lágrima que excava sin fin en mis ojos,
¿te alcanzará alguna vez?
¿Te alcanzará en la era de tu exultante grito
o en la era de tu solapada honra?
Quién eras y quién eres, señor,
interrogante será, implacable,
mi tribulación,
hasta que los hilos del tapiz
se aflojen y caigan entre mis manos arrugadas,
mis viejos dedos de anciana:
Y cuando los días se asienten sobre las noches
puedas quizá regresar a responderme,
y coronar mi inválido cuerpo
con la verdad florecida en tu boca.
Y la belleza se quedó inmóvil,
probablemente esperándome
hasta el fin de las horas,
meciendo sin ruido la silla de mimbre,
tejiendo con vana esperanza en el tapiz del tiempo
el triunfante regreso de mi recuerdo,
el glorioso triunfo de mi olvido.