Los que bajo el gas otoñal claman, derrota a
derrota,
una señal angélica y oxidada del vórtice
vivo, la montaña herida
de cada vanidad que se doblega en el hollín
de la nulidad,
los alegatos áureos llenos de poetas, los magnos,
los que execran con la mano y se elevan
preciosos,
sin saber que sus entrañas están vacías y
sus fruslerías
llenas de polvo:
La estrella proterva del infeliz come lienzos
y escarpines,
allí abajo también se inclinan los verdugos
por un pedazo de cuerpo, un trozo de lógica:
Se amontonan sobre la marea de cadáveres,
como nosotros, que paseamos los florales
collados
y revertimos la imparcialidad de los
muertos:
Los que saben del norte, del cuadrante
nómada,
del sur escaldado, este y oeste
desvanecidos,
los que abren puertas, una tras otra, en el
gris y en la ausencia:
Todos corren y escapan, pues la existencia
se quema:
Todos buscan una salida,
un escape de la rabia, de lo real, lo que es:
Pero al encontrarla
es solo que han salido
por una nueva entrada.