Esa mañana en
la ilusión del oratorio
exudaban aceite
y pliegos los ancianos,
que entre las
manos cerraban los cirios,
y entre los
ojos abrían los recuerdos:
El sacerdote
observó hacia el fondo,
buscando a dios
sobre las grasientas cabezas:
Apenas vio a un
niño de huesos como carbón
y mirada de
ceniza:
“Al Norte los
infieles se ahogaron”, dijo,
“María amamantó
a los huérfanos.”
Todos
recordamos el velo y la leche:
“A ustedes el
pan les sobra”, exclamó,
“En el sur se
comieron entre hermanos.”
Se agitaron los sedimentos
de cada corazón,
buscando
exaltados la casta en el ojo ajeno:
Mas todos sabía
que el silencio era la vida misma,
y por lo tanto
una creencia inútil:
de un yeso
irisado e inútil,
preguntando por
dios a cada segundo:
Conocer al
enemigo)
“La carne se le comía a sí misma,
recuerdo que se
le borraban las heridas,
se le borraba todo
porque se comía a sí misma”
Fueron esas las
últimas palabras del cura,
antes de volver
llorando al sagrario de mediodía:
El asfalto
respiraba un dolor de zapatos
y diarios de
domingo:
Y todos salían
de la misa orgullosos,
lamiéndose las
manos como los gatos,
lamiéndose los
dedos y el olvido:
Yo jugaba con
el frío de los bancos,
y el niño del
fondo estaba ahí desde y para siempre:
Solo en la
sangre derramada erguía su orgullo
un santo olvidado
del cual nunca
supe el nombre.