Cuesta abajo habían rodado ya ocho lunas
dándose muerte a la vera de un riacho febril para
nacerse orbicularmente en el horizonte, que es un
círculo rebelde.
Nueve, y se separan, abiertas para el milagro,
bastón que empuña el tiempo en su lecho de crisantemo
y laurel,
las piernas como el agua dividida
y es expelido hacia el viento un dios, que la Srta. Ayala,
una enfermera que amó a doctores sin cabeza,
toma entre sus manos y le lava el cuerpo quitándole el
vestido de sangre
para devolvérselo a mamá como si hubiera salido
del útero de un helero pulcro.
Vives
Como si el recuerdo arrastrara a la locura
el rostro de un sátiro se implanta en los flancos
vírgenes
del ejército de un hombre solo que yace sobre las
sábanas.
Papá era un borracho. Todas las noches prendía fuego
mi cabello alisado con su aliento. Todas las noches se
moría en la mesa.
Hasta que mamá corrió conmigo entre brazos, y yo creía
que acabaríamos ahogadas en el diluvio que pergeñaron
el Tigris y el Éufrates para purificarnos
impenitentes pirómanos sucios tachonados por bronce
dominados
Pero mamá no fue tan lejos. Nos quedamos en casa de la
tía Susana,
donde florecí mañana a mañana hasta abrir los ojos en
los vergeles.
Vives
En el hospital no pasaba más que el secreto que la
muerte
le había confiado a los relojes, un bisbiseo tímido e
inmóvil,
única herencia de las horas.
Ella se vio en su hijo mitad ella mitad monstruo
y sesgó con el filo de sus labios, besando la frente
nueva,
a la mitad indeseable,
Vives
Y con la decisión perentoria, nacida del recuerdo como
llama intrusa y condenada,
tomó a su hijo entre brazos y se deslizó, sombra en sombra,
hacia el ojo ciego donde retoñaba el exterminio de
toda impureza.
Él llegó para cuando los gallos se comían entre sí
y la Srta. Ayala
le decía
Se fue