Luego del invierno pero no todavía en la primavera,
ella se dejó caer junto al terciopelo manchado.
Le dolía la cabeza y tomó algunos medicamentos,
pero sabía que su dolor venía de la nieve o del río helado,
y por lo tanto era irreversible.
Lloró entonces casi sin cederle un paso a la muerte,
animal de jaula, acorralada fiera que se partía los dientes:
oyó trompetazos y soliloquios hediendo en las calles de fantasía:
Ella también estaba quejándose sobre la piel del hombre,
esa que conocen las uñas y los tatuajes,
esa que mordió lo que a la manzana hizo del pecado.
Cuando cerró los ojos, aún el corazón le hablaba:
murmullos de una primavera inexistente:
una marquesina del odio.