En una charla de las últimas que tendría públicamente,
en la cual se debatía si la poesía viva o la poesía muerta,
un hombre, un poeta joven y ampuloso cuyos versos venían del semen,
me echó en cara la indiferencia.
Yo pregunté ¿cuál? ¿La suya o la mía?
Todos entonces guardaron silencio, porque era finalmente la vergüenza
que terciaba su sombra sobre los sombreros raídos.
Los hombres inclinados son los
únicos que no le deben nada al cielo.