A los que no me
han visto sufrir, se los explico, es muy simple:
Me doblo sobre
la sombra que deja el llanto y reposo una mano en el norte
y la otra en el
sur. Los pies se van de este a oeste. Subo un ojo al cielo:
Bajo un parasol
esplendente cuarteo la lluvia en varios pedazos,
y se los doy a
las hormigas que trepan la columna del reloj:
Abierta la
arena sobre montunos cristales me reflejo en cada grano dorado:
Soy infinito, o
casi, cuando sufro. Corceles y alabardas me ultiman:
Es la sangre
entonces que, enloquecida, me forma el pelo,
y sobre las
luminarias del credo, sobre hornacinas sin sacrificio,
me entrega al
nervio del verdugo, cuyas manos nutridas de tanta muerte
van cortando
trozos de ébano para decorarme sin certeza:
cada suspiro
baja por la garganta de la tierra como un terremoto:
cada lágrima
rompe metales en los dientes de la noche:
cada lamento
expulsa un fantasma de los castillos
(desde Chapultepec
hasta Neuschwanstein):
Cuando sufro
soy todo lo que se puede ver, la caída del viento muerto,
los zapatos de
despedida, la cena de los amantes, el sol trasandino:
Cuando sufro
hago todo esto, lector, pero hay algo más:
Cuando sufro
soy suyo, lector, y me refugio con palabras en su memoria.