Bajando por una
ruta,
la niebla densa
como leche,
oí el lamento
de una ondina.
Lo busqué:
La dura
Patagonia me perdía con todas
sus coníferas y
fagáceas, con sus páramos febriles:
Bañándose en un
mallín de agua
vi una mujer
con manos de cuarzo y pelo de ira:
Me indicó que
me sentara a su lado,
mientras se doblaba
blanca sobre la sal,
suficiente de
ella misma:
Le dije que
escapaba a las pasiones de los hombres,
que entre
tapias y planchas torcían los destinos tristes:
Rozó mi mejilla
con un gesto materno:
“No es el
odio”, dijo, mientras blandía un pájaro de hielo,
“No es eso, ni
la malicia, ni la locura lo que nos lastima:
Son las
pasiones las que nos arrastran a destruir a los otros.”
Me indicó con
un dedo el lugar que ocupaba el corazón:
Desde ese día,
entre maderas arcanas y estepas negras
el único sitio
que permanece vacío es ese:
De vez en
cuando lo llena un recuerdo,
pero los
agoreros se encargan de sacrificarlo
para el banquete
del fin del mundo.