Lejos de la guardia pretoriana, del muro majestuoso,
a las orillas del mar Caspio, hundido en Kara-Bogaz-Gol,
un propretor fugado llora el
destino mientras trata de respirar:
En la cávea de un anfiteatro su
hijo lo espera,
ardiendo ante la vista de las venationes:
pero
el padre se ha abandonado como se abandona todo:
y
muere de tristeza con la cara ardiendo,
como
la cara de su hijo, como el alma de su hijo,
con la
piel ardiendo a la luz de la luna.
Cerca
de la orilla, oyendo las badajadas desde la Abadía,
un
hijo, hombre pescador, amado esposo y padre,
llora
el destino de una sirena que canta con voz rota en lejana ribera:
abandonado
al delirio por amor el pescador
sujeta
con los ojos la luna entre las sonrisas del mar:
así
mueren los hombres, con el amor en las lágrimas o en la sal.
Lejos,
lejos de todo, nadie repara en trágicos destinos:
Ambos
muertos desconocen, también,
que a
través del tiempo y los muros y los mares
se han
matado el uno al otro.