Sobre
el pecho arrugado la locura divide la sangre;
en
su ojo izquierdo sulfura, como el azufre en vientres de lunas muertas,
la
tristeza entera;
el
derecho guarda la voz de la fibra real.
Han
pasado los pastores húmedos con las lluvias sureñas
y
acabaron ocultando los rostros entre la carne del rebaño:
no
hay oro en los morrales ni gloria en las huellas:
tu
yelmo yace hendido, fútil rey:
tus
legendarias monturas han volado hacia la garganta del invierno,
donde
raspa el anhelo de vino y de amanecer furioso.
Indivisibles
las bocas dulces, que de tres en tres
arrojabas
al fondo de tu opalina taza, serigrafiada con ríos y cabellos:
pozo
demencial hacia donde rodaban las cabezas que tu amante más fiel, el verdugo,
supo
desprender de tan preciosos cuerpos.
No
me recordarás, ni mi canto:
vengo
de más allá, de tus días rampantes y tus horas afiladas,
de
la tierra que violaste con tu impulso de toro liberado:
soy
de esa sangre que no es mía pero que mancha mis ojos:
observo
tu descenso infernal con los dedos en nudo.
Pasados
los años y las murallas, conservada la bravura como vegetal deshidratado,
te
ves, gris, subiendo hacia tus labios tu última taza
en
cuyo fondo reposan los fragmentos de tu memoria:
Tiembla
la mano real y la taza cae. La rodilla ha besado el cielo.