Tengo las manos atadas al fondo de
la tierra,
las rodillas hincadas en el hierro
fragmentado,
los ojos dados vuelta hacia el
útero de la conciencia,
donde son grilleros los dioses de
las moscas.
Por la sangre soy condenado,
porque creo en la carne,
en el puro hueso creo.
Esa existencia (que da de comer a
rebaños de árboles,
que siembra pájaros en la roca, que
cabalga en los rayos)
es la que evoco.
Pero evoco también la condena,
y quien cree en ella cree en la
culpa,
y quien cree en la culpa cree en
los hombres,
como los dioses de los ignorantes.
Por la creencia somos creados.
Sé que no volveré a ser, que
laberintos castigados y espejos liberados
sesgarán el torso de mi memoria,
pero, aún atado al vientre
terrenal, aún sometido a la fusta de agua,
aprieto entre mis dedos rotos esto
que soy,
me doblo, retumbo, me quiebro,
y en un berreo gutural destierro mi
alma
de la ofrenda que se le da a los
ojos que abren en primavera.