Tu simpleza es también excusa, tu belleza
maltratada, tu bajel de charco.
Andando por cerros mordisqueados
abro jardines de agua, violo la ley de la luna,
tropiezo con juglares muertos,
cuyas composiciones puedo seguir oyendo
en los ecos de lejos, de lejana
tristeza, de antiguo llanto.
Y son mis dedos temerarios, que
penetran la ternura del agua herida,
que emite un quejido inaudible,
reservado,
y lo verdaderamente despierto es tu
hueso, perdido en todos los mares,
que llama, que anhela pieles de
cuyes o vacas, ya la poquedad lo alcanza,
la malaventura de ser hueso
desnudo, ahogado en los remotos edenes del agua.
Así, por las noches que asordan cabezas
de trenes,
deliran mis dedos, en sus puntas
nerviosas, disipándome en un laberinto mojado,
que no existe, como no existe tu
hueso perfecto, ni tu carne de puma extremo,
ni mi amor serrano, olvidado por el
agua de los jardines de Tebas.