Flor de las razas, oscilación entre
la piel, que supo ser más suave
que el agua reposada y mansa de los
nimbos degradados.
Tu cuerpo pesa más,
como si cada milímetro de tu carne
llevara guardado
cada cuerpo que se venció al tuyo,
cada cuerpo que, inintencionadamente,
se olvidó a sí mismo en ti.
Los recuerdas cada vez que la vejez
te duele,
desdoblando los huesos u oteando un
ángelus,
y suplicas para que, en cada gota
de sudor o sangre,
en cada lágrima que tu cuerpo
expulsa,
salgan de tu carne para hacerte
compañía, aunque más no fuera como fantasmas,
en los estáticos martes de lluvia
opaca.
Te cantan los pardales, para que
les arrojes las migas de tu infancia,
y te acaban rodeando, amenazantes,
entonando un Opus de fuego.
Allí calientas tus manos. Sí, esas
zarpas que en sus surcos te describen la muerte.
Y los recuerdas, los recuerdas a
todos y a cada uno,
y les deseas prosperidad, y les
deseas miseria,
hasta que te das cuenta de que no
existen más que por lo que tu corazón ampara.
Entonces saludas al vecino, arrastras
los zapatos finos, te sientas,
cansada, olvidada, densa,
y abres el libro en la ajada página
donde alguna vez dejaste caer una
joven lágrima.