18.7.13

Todo es incierto, mujer

Flor de las razas, oscilación entre la piel, que supo ser más suave
que el agua reposada y mansa de los nimbos degradados.
Tu cuerpo pesa más,
como si cada milímetro de tu carne llevara guardado
cada cuerpo que se venció al tuyo, cada cuerpo que, inintencionadamente,
se olvidó a sí mismo en ti.
Los recuerdas cada vez que la vejez te duele,
desdoblando los huesos u oteando un ángelus,
y suplicas para que, en cada gota de sudor o sangre,
en cada lágrima que tu cuerpo expulsa,
salgan de tu carne para hacerte compañía, aunque más no fuera como fantasmas,
en los estáticos martes de lluvia opaca.
Te cantan los pardales, para que les arrojes las migas de tu infancia,
y te acaban rodeando, amenazantes, entonando un Opus de fuego.
Allí calientas tus manos. Sí, esas zarpas que en sus surcos te describen la muerte.
Y los recuerdas, los recuerdas a todos y a cada uno,
y les deseas prosperidad, y les deseas miseria,
hasta que te das cuenta de que no existen más que por lo que tu corazón ampara.
Entonces saludas al vecino, arrastras los zapatos finos, te sientas,
cansada, olvidada, densa,
y abres el libro en la ajada página

donde alguna vez dejaste caer una joven lágrima.