Vi tus
ojos danzar mesuradamente, en amanecer ya ciego,
susurrando
que te mordía el miedo. No pude más que eso.
Como un
chacal despedazado fui desterrado hacia el aire.
Vi
entonces la combustión de unas flores, hechas amasijo en una estrella,
cortando
la garganta del canto. Algunas plumas circulatorias
de
cernícalos que vigilaban con un solo ojo el aleteo de las moscas
sudaban
aceite en el calor de las flores cortando y cortando
quemaron
mil graneros en un solo hombre agreste.
La
indignada familia expandió la peste.
Vi sus
labios melindrosos, la terrible dentadura de la plaga,
buscar
a través de tierra y agua hogares para la muerte.
Frágiles
eran las pestilencias secándose en dos patas, huéspedes
del
último y razones del inicio,
que
sembraban a paso y pena torcazas en el embrión del cruce asfáltico.
Al
cemento se enredaban como madreselvas orgullosas.
Vi
escupir maledicencia a ciudades abiertas, cerradas,
viñas
químicas, arrozales de caucho, cañaverales omnívoros,
prados
y salinas unidos y naciendo, copulando y pariendo
bestias
amables, futuro alimento para los estómagos del ídolo.
Vi a la
perra babilónica meter su lengua sangrienta
como un gusano herido
entre
los dientes del dios que la perdonó pero no la olvidó, la lengua
lijando
el paladar y clavándose en el corazón a cada latido. Ella,
con las
piernas abiertas, le permitió al dios volver a ser concebido.
Vi
yeguas y caballos fabulosos fustigándose con raíces sin árbol,
desollándose
y tajándose la euforia con cabellos metálicos ruidos sordos,
y
sopesar un cáliz trigueño, soportante de la sangre de Troya,
desangre
de los cerdos vendidos por el oráculo de las fronteras.
Vi los
muslos de las ciudades fláccidos, que entre espasmos
desenrollaban
las tripas de la capital de la piedra y la vida
con los
dedos anacrónicos de la historia sobre pies de intelectuales,
algunos
montados en el ramaje pérfido de ciervos viejos y estúpidos
que
trotaban de la sangre hacia atrás.
Críen
cerdos y cosecharán hambre, oí decir a un primitivo feroz,
y vi
salir de su espalda dos brazos de piedra, granito,
y a él caer
sobre ellos y caminar sobre la tela de la conciencia,
desatando
hilo por hilo a la dama de mechones gris tristeza.
Vi a la
muerte hablando otro idioma.
Luego
vi, como sesgándome iba sobre los trinos y las siegas,
una
voluta de no sé qué recuerdo aprovechando mi descuido de planeador furioso
sobre
la nada, la nada misma, flotando en firme tristeza. Vi.
Otros inviernos invitarán a morirnos el uno al otro sobre el
cuerpo desnudo de la lluvia sobre las membranas, otros inviernos matarán las
orquídeas que hemos florecido filtrando miel sobre donde no choca el metal de
la luna.
Este no. Este ha terminado por mí, y la muerte.
Entonces, rodando como un río herido, me volví y miré a sus
ojos.
Y ella: Es suficiente.
Y yo: Sí, lo es.
Y ella: Volverás a mirarme mañana.
Y yo: Mañana, amor mío, pero hoy, por tu vida te lo ruego,
no cierres los ojos.