Mírame
la muñeca ahorcada por un jeronimiano reloj a pila;
santo,
santo acero digiriendo el tic-tac rabioso de las agujas,
hincándolas
cual aureola en mi nervio de espectro;
a
través del muro incandescente las horas raspan los ojos.
Son
los días los que arden.
Es
la rutina la que hierve mi pena;
ángelus
por lágrimas delirante.
Cuando
el sol salga y yo ya esté dormido,
pídele
perdón en mi nombre, dile que me he volado la cabeza,
pensando
cuán esclavo es de nuestros imperios diurnos,
pensando
cuán repetidamente solo lo espero.