Ya se ha cansado mi búsqueda en lo
imposible. Han pasado años, quizás,
o quizás algunas horas, o nada, y
los caminos que erré para encontrar a mi hijo
no han sido más que simulaciones
fatídicas de mis caminatas dolorosas
Silba el pecho como silba la muerte
cuando llama a sus buitres,
que en la altura contemplan la
desintegración de las formas totales
a causa del verdeo brutal de los
esquiladores de almas.
a
la orilla del Río de la Plata
o del Aspropótamo o me ha rozado el mar Jónico,
Son ellos la señal de los finales
posibles. No hay un único.
Hay infinitas y laberínticas
maneras de resquebrajar la vida:
la gangrena que los árboles
contraen por ensombrecer las latitudes o los dioses que se hacían águila o
helecho o ninfa para raptar las virtudes de príncipes o plebeyos exultantes;
tristes ejemplos de la facilidad con que el agua tapa bocas y desagües.
mis
ventajas territoriales han sido avances por la dureza de la Patagonia
o
han terminado con mi locura ensanchándose en virtud del Tratado de Sèvres,
Ronca el pecho como ruge la muerte
cuando es herida, por raíces violentas atacada, por escupitajos de semen
insultada, por dedos que se enlazan y bocas que se comen ignorada, juramentos
leales de combatir la vida de a dos procreando bestias a domar, cercenando meridianos
con filos de tristeza, calmando terremotos con vibraciones en la cama. Todo
acaba por diluirse.
retrocediendo
para avanzar, enfrentado a indigentes Tobas o multitudinarias tribus de
Macedonia,
he
pedido ayuda a traficantes en las favelas o a fascistas disfrazados en
Leeuwarden,
Yo tuve un cielo en mi cielo, una
sangre en mi sangre, roce, cachetazo de seda o lija,
su tabaco sembrado en mi boca, su
pecho de proa magnífica rompiendo los acantilados donde yo ocultaba una verdad
roja, pero ella no lo sabía,
he
mirado la hora en un restaurante de Tokio o he dicho Commonwealth a un asesor
de
Chain
Weizmaun,
ni sus ojos abiertos a la hierba,
ni sus dientes quebradores de piedras, ni su boca mojada por la excelsitud de
la dulzura.
he
buscado junto a Roma en los escombros de Alba Longa, fusilé al Che en las
sierras y me comieron los perros del Tártaro.
Porque toda verdad se derrama como
la sangre y como la sangre se lava.
Se fue, humillada por mi carne. Mi
amor se tornó en una boca de hiena,
que solo se alimentaba con los
restos de los colores que otros dejaban, la señal de mi hijo.
La muerte no fraterniza con nadie.
Engulló imperios, amores de proletarios, descendencias mesiánicas,
arquitecturas idílicas, perros capitales, llamas heréticas.
Ya
es cansancio mi existencia. Ya es furia callada mi ropa. Soy el hambriento que
busca la comida en la punta de su nariz. He sido y no. Suena el teléfono. Tal
vez me llamen
o
sea una alarma de algún cuartel de bomberos. No podría saberlo.
¿Qué soy yo?
Han muerto dioses
¿Qué soy yo?
Han muerto rosas
¿Qué soy yo?
Han muerto verdades
¿Qué soy yo?
Han muerto piedras
¿Qué soy yo?
Han muerto los días
¿Qué soy yo?
Han muerto letras
¿Qué soy yo?
Han muerto junquillos
¿Qué soy yo?
Tal vez quiera sosegarme, aplacadas
sus tormentas por mi pecho miserable,
que silba y ronca por haber
sangrado a otra sangre, pero su juicio,
que ha abierto la brecha por donde
se espía al tiempo,
no me exonerará por haber vivido.