El poeta, ya ciego, metió
las manos en las vísceras de Hesíodo;
era el ánfora olvidada, el
propósito arcano, la tristeza de los días.
Al sacar la mano, apretaba
un puñado de cenizas:
comprendió el polvo del último
o el primero de los males,
la esperanza, que vendida
en las extremidades del mundo
continúa siendo acariciada
por hombres que la poseen,
sin saberse,
poseídos.