El odio que manipulaban los hijos
de Pandora con los dedos de vaho y roca, sin dejar
de ser unas puntas de flechas
castigadas, está, sí, no lo crean los
idólatras del cielo terso,
metido, como un puño disoluto, en
una caja, una pequeña y estúpida
cajita de madera.
Allí, allí dentro, en ese corazón
sin fuego, está el odio; allí
están todos los odios y los gritos
de las bestias, nosotros. Incineración sin objetivo.
Tal vez no lo recuerdes, pero una
vez estuviste cerca de encontrarla.
Hacía frío, y me diste ambos labios
como regaladas amatistas, y dijiste
que querías llorar, e irte, y
desaparecer dentro del claustro de una fiera,
quizás para ser pedazos de tiempo,
porque eras tiempo, y me arrasabas.
Y caminando, tropezaste con una
baldosa que estaba fuera de lugar.
¿Recuerdas? Allí, según ha dicho la
cruz en el sueño del ídolo, estaba la caja,
justo debajo nuestro,
latiendo de odio, gimiendo de
lluvia, lloviendo de encierro,
esperando a ser descubierta y
liberada.
Pero nosotros seguimos caminando,
hasta que yo te perdí en la niebla,
y tuve que regresar a la sima que
me esperaba, como bostezando,
y rebelar mis sentidos contra la
sangre
que seguía cayendo perenne desde
una grieta donde leía tu nombre.