La vi una vez, una noche:
hablamos de verdad en verdad
sobre las posiciones de la
salamandra o la coral, de las lluvias
que caían los domingos sobre
los bigotes adormecidos,
de los fantasmas que bebían
la borra del café en cocinas de profetas:
Hablamos de todo y nada,
como suele ser un encuentro que es todo y nada,
y ella volvió sola a su
casa, y bajo la poca luz de luna que la alumbraba
se mató, dejando un prolijo
charco de sangre bajo su piel blanca.
Al saber perdidos esos ojos
se me abrieron las manos
descalabradas de locura,
sangrando necesidad o sed,
hambre de volver a comerla
con las caricias,
ansiedad de volverla el
peor miedo en mis noches de chapas y plomos,
enfermedad, lámina ardiente
que cubriera la cara
torcida de suspiros, marrón
de cosechar besos;
al doblarse los mares bajo
sus pies comencé mi búsqueda herida:
aplacando tormentas de
vidrio,
levantando de la jaula a lo
olvidado,
destronando visiones en
deseos de reyes:
Di muerte a la historia por
recuperar la suya,
y pasé, casa por casa,
interrogando con violencia a cada madero,
cada ladrillo, cada pretil,
cada balcón, cada baldosa
donde todos los suicidas
hubieran dormido.
Así fue mi paso por la
tierra tras escucharla existir,
pero ella pasó, ya había
pasado desde antes:
antes de plantarle cara a
la muerte,
ella ya había pasado por
esos lugares
como un huracán apagando
velas.