Querida Maya, estaré
contigo cuando los piojos adornen tu cabeza,
cuando tu pelo sea la brea
con la que ocultes los ojos;
tus ojos, Maya: los miraré
hasta que mis ojos se los traguen.
tus ojos de mistela y
lluvia; sucio remolino donde desmochaste a la esperanza.
Cuando tu madre te fundió
el sexo con un grito
y tu padre lo abrió con un
dedo yo era la lava, Maya, ardía, yo era el magma
olvidado, recipiente, que
hubiese consumido tu carne hasta el hueso por salvarte.
Pero éramos apenas hijos,
querida mía.
Mucho ha sucedido desde
aquello, Maya,
tú no me guardas rencor,
¿verdad?
Luz
del sol donde estés. Lapidario sobre carne blanca.
Los
felices crecen en el moho, sin garras ni sueños.
Estuve contigo, Maya, y
seguiré estando.
El chico al que tanto
amaste finalmente corrió tras la tarde.
Eras su Syringa,
¿recuerdas? Amaba llamarte así,
como también amaba el lila
de tus párpados al golpearlos.
¡Los golpeaba con el mismo
fervor con el que los besaba!
Su amor era puro hasta el
hueso, puro como el hambre de las hienas:
se fue hacia la tarde. Y
tú, en tu habitación sin tarde
lo lloraste como lloran las
cascadas.
Grisáceo
oráculo sirvió el futuro en tu café.
Cohabitaban,
el uno sobre el otro, el martillo y la fiebre.
Querida Maya, hubiese
guardado a tu hijo en mi cajita musical,
hubiese puesto sobre su
piel de pasa mis labios cada noche,
lo hubiese consagrado a la retina
de lo eterno.
Recuerdo la tristeza de tu
vientre, fláccido, mustio, acabado.
¡Tanto dolor, Maya! Tus
cortos dedos imaginando el desierto en las cortinas,
tu boca de guadaña
sonriendo espejos,
tus pies de araña deseando
el alma de cada flor…
No
hay inscripción ni fuego. El sueño o la idea
se
ilumina como el humo rozando la brasa.
Gloria.
Estaré, Maya. Ya no hay cielo
ni infierno que te espere, solo yo.
Me doblo como una gárgola
para besarte en toda la superficie;
ya todo es tuyo, Maya. Yo
estoy, como estuve,
soy el fuego que te espera,
soy un ancla en las estrellas:
cuando vuelvas, Maya, seré
la tierra donde florecerá tu carne absoluta.