Al
tejido soberbio que un filo ha lastimado
no
puede repararlo ya más que la astucia de la muerte.
El
culpable lo sabe y esconde la cabeza hirviente
en
el útero de su cama.
Tisífone voltea la cabeza. Lo espera mientras hierve agua para un té.
Así,
en cenagales clásicos y rutinarias epopeyas,
se
disimulan nuestros crímenes, y revientan cada mañana,
cada
tarde, cada noche:
Solemos
confundirlos incesantemente
con
banquetes pródigos, implosiones sexuales, sueños astillados,
que
día a día nos regalan con una sonrisa
los
aliados de carne que, con cierta culpa,
hemos
elegido para matar al mundo.