Tu dedo cae bajo solo por señalar el mismo ojo intruso
que, gota entre el fuego, te observaba con un riñón
en el reflejo del candil en el iris.
Lo hubiese dado todo por poseerte, él, todo.
El agua mordida por los cabellos, el humo trabado en una chimenea,
las manos hinchadas de amor entre los fresnos…
todo.
Lo que puedo explicar y lo que no,
aunque su sacrificio no acabara allí,
jamás,
ni en el desgarro de mi pluma
ni en la explosión arterial de tu físico marmóreo, desaceitado, pulcro,
imposible.
Quizá sea nuestro magín,
y él ya no te busca, ni con un ojo ni con dos,
y por tal tu dedo cae solo,
apuntando la lágrima que estrecha tu sombra,
nacida de un sol que ha sido acabado.