Escapemos, me dijo.
El perro mordía un ladrillo, aplastado él por el sueño de verano.
Y yo soñaba con una extensión de ranas y signos
que en noches golpeaban el silencio duro del agua.
Odié sus lágrimas y su rostro ahora agrietado,
pero, a pesar mío y de mi jactancia, sequé su envoltura,
lamí con mis manos y mis labios la tristeza de su carne.
Eras distinto, dijo. Si fueras como antes…
Seguí soñando jacos y asteroides, marcas de besos atizados,
piedras en los pies, caminos guindados que sobre una palma sangraban,
nudos de viento que se parapetaban en un rincón de la estancia.
No quería volver a mirarla, pero lo hice.
Y su rostro era lo mismo su pena y su pedir. La besé.
Escapemos, rogó. Aquí es como morir sin saberlo.
La indiferencia se me escapó como un tropiezo,
y quise no verla más y volver al sueño,
pero la hora era tardía,
y en mi cama solo yacía mi cuerpo
junto a un charco de sombras en el que se había ahogado la noche.